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50 historias bíblicas

Historias para aprender

En el imaginario de Occidente se han dado dos fuentes principales de relatos que han motivado obras en literatura, pintura, escultura, música, cine y en casi todas las demás artes: la Biblia y la mitología griega y romana. Aquí trataré, de la Biblia, solo del Antiguo Testamento, limitándome a los libros que cuentan historias, no los sapienciales, los salmos y los profetas, con alguna excepción en esto último.

Durante muchos siglos, la mayoría de la población no tuvo acceso a la lectura del Antiguo Testamento, por dos razones principales: porque no había libros en el sentido corriente del término y, porque, aunque los hubiera habido, un altísimo porcentaje de la población era analfabeta. Las excepciones: la parte culta del pueblo judío, fiel al libro, y la parte culta de los cristianos. La población mayoritaria solo conocía el Antiguo Testamento por lo que podían transmitir los predicadores, sobre todo después de la traducción al latín que realizó san Jerónimo en el siglo IV, aunque existía una anterior, no completa, denominada Vetus Latina.

Desde la Edad Media hay traducciones parciales a las lenguas vernáculas en diferentes lugares de Europa, pero la difusión era mínima. No existía aún la imprenta, cuyo uso se extiende a finales del siglo XV. En el siglo XVI hay una floración de traducciones de la Biblia. Aunque la Biblia de Lutero no fue la primera en alemán sí obtuvo gran difusión a partir de 1522. En castellano, en 1569, apareció la traducción de Casiodoro de Reina, un religioso español convertido al protestantismo. Esa Biblia fue reeditada, corregida, en 1602 por Cipriano de Valera, también afín al protestantismo. Hasta finales del siglo XVIII no hay una traducción al castellano de la Biblia completa, la del jesuita José Miguel Petisco, que se publicaría en 1823 con la revisión de Torres Amat.

La reticencias por parte de la jerarquía de la Iglesia para la difusión del Antiguo Testamento en lengua vernácula se debieron, en parte, a que en esos libros hay historias y situaciones escabrosas. En los libros narrativos del Antiguo Testamento se puede encontrar un catálogo de los aciertos humanos, pero también de sus aberraciones. Desde el fratricidio hasta el acceso a prostitutas, incestos, adulterios, un caso de sacrificio humano, además de una cierta justificación de la mentira, del engaño y del fraude. Por no hablar de las terribles matanzas que seguían a las guerras, unas veces sufridas por el pueblo judío, pero la mayoría de las ocasiones siendo él quien las perpetraba.

Especialmente difícil de explicar era la poligamia de los patriarcas, desde Abraham en adelante, hasta las hiperbólicas mil mujeres de Salomón. Algunos escritores cristianos lo interpretaron como algo simbólico, no histórico. San Agustín, en La Ciudad de Dios, defiende que hay que situarse en un término medio: ni todo es simbólico ni todo es histórico. Cuando, por ejemplo, quiere explicar el nacimiento de cuatro mujeres simultáneas —dos libres y dos esclavas—, de los hijos de Jacob, los que dan origen a las doce tribus de Isarel, escribe un texto lleno de distingos: «Y refiere la Escritura cómo sucedió el llegar [Jacob] a tener cuatro mujeres, en quienes tuvo doce hijos y una hija, sin haber deseado ilícitamente a ninguna de ellas. En efecto vino con intención de casarse con una, pero, como le supusieron una por otra, tampoco desechó aquella. Era un tiempo en el que ninguna ley prohibía tener muchas mujeres. Tomó por mujer a aquella a quien solamente había dado palabra y fe del futuro matrimonio, [Raquel] la cual, siendo estéril, dio a su marido una esclava suya para tener hijos de ella. Imitando esto, su hermana mayor [Lía], aunque ya había concebido y dado a luz, hizo otro tanto, porque deseaba tener muchos hijos. No se lee, pues, que pidiese Jacob sino una, ni conoció carnalmente a muchas, sino con el fin de procrear hijos, que aun esto no lo hubiese hecho si sus mujeres, que tenían legítima potestad sobre su marido, no se lo rogaran».

Más verosímil es pensar que «eran otros tiempos» y que, como se puede ver en la historia humana, cuando se generaliza un comportamiento —como ocurrió con la esclavitud o, la «inferioridad» de la mujer o, en nuestro tiempo, con el aborto provocado— se llega a aceptar como no solo legal, sino incluso legítimo. También durante muchos siglos las guerras fueron de exterminio. En el avanzado siglo veinte se registran grandes matanzas: la de los turcos contra los armenios; la de los tiempos de Stalin, la de Hitler contra precisamente los judíos y otras minorías. Las masacres ordenadas por Mao, en China, o las de Pol-Pot en Camboya. En pleno siglo XXI, la destructiva guerra de Siria o la de Ucrania, las dos sostenidas, indirecta o directamente, por el gobernante ruso, Vladimir Putin.

Fueron muchos siglos en los que el «ojo por ojo y diente por diente» parecía de estricta justicia. Siglos en los que las mujeres —aunque en el mundo hebreo con importantes excepciones— eran moneda de cambio según las conveniencias de los clanes, cosa que no ha desaparecido del todo incluso hoy mismo en algunos lugares.

La historiografía sobre el pueblo judío es una maraña compleja. Hoy algunos historiadores judíos llegan incluso a afirmar que no existe un sentido de «pueblo» antes del siglo XIX, cuando surgen los demás nacionalismos. O que no es cierto que, después de la destrucción del Templo, el año 70, todos los habitantes abandonaran la tierra, cuando la mayoría era gente sencilla, pastores y agricultores. Se apunta a que muchos descendientes de aquellos judíos que se quedaron son los ancestros de los actuales palestinos que, cuando el Islam conquistó el Medio Oriente, se convirtieron a la nueva religión.

También es frecuente que se niegue realidad histórica a los relatos sobre Moisés, jueces, Saúl, David o Salomón, con el argumento de que no se han encontrado muestras arqueológicas que los confirmen. Pero lo arqueológico depende muchas veces de un aleatorio pasado desconocido.

Muy diversa es la posición de las iglesias cristianas. El Concilio Vaticano II, en la constitución Dei Verbum (18 de noviembre de 1965) afirma: «Estos libros, aunque contengan también algunas cosas imperfectas y adaptadas a sus tiempos, demuestran, sin embargo, la verdadera pedagogía divina» (n. 15).

La carta motu proprio Aperuit illis, del papa Francisco (30 de septiembre de 2019) recoge estas palabras de san Efrén, del siglo IV: «¿Quién es capaz, Señor, de penetrar con su mente una sola de tus frases? Como el sediento que bebe de la fuente, mucho más es lo que dejamos que lo que tomamos. Porque la palabra del Señor presenta muy diversos aspectos, según la diversa capacidad de los que la estudian. El Señor pintó con multiplicidad de colores su palabra, para que todo el que la estudie pueda ver en ella lo que más le plazca. Escondió en su palabra variedad de tesoros, para que cada uno de nosotros pudiera enriquecerse en cualquiera de los puntos en que concentrar su reflexión» (Comentarios sobre el Diatésaron, 1, 18).

«La Biblia —escribe el papa Francisco— no es una colección de libros de historia, ni de crónicas, sino que está totalmente dirigida a la salvación integral de la persona. El innegable fundamento histórico de los libros contenidos en el texto sagrado no debe hacernos olvidar esta finalidad primordial: nuestra salvación. Todo está dirigido a esta finalidad inscrita en la naturaleza misma de la Biblia, que está compuesta como historia de salvación en la que Dios habla y actúa para ir al encuentro de todos los hombres y salvarlos del mal y de la muerte».

En el capítulo décimo de la primera epístola a los Corintios, san Pablo da la clave para entender los complejos hechos relatados en el Antiguo Testamento: «No quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar; y todos fueron bautizados en Moisés, por la nube y el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo… Pero la mayoría de ellos no fueron del agrado de Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto. Estas cosas sucedieron en figura para nosotros para que no codiciemos lo malo como ellos lo codiciaron».

El presente libro no entra en temas arqueológicos, históricos o teológicos; solo reúne una serie de historias por su valor literario y por sus enseñanzas morales, para mal o para bien. Como escribió san Pablo al discípulo Timoteo (3, 16): «toda Escritura es inspirada por Dios y es también útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar». Son historias ricas en detalles singulares, de gran variedad, en las que se puede ver el bien, para seguir su camino, o el mal, para alejarse de él.

Resumo los textos y dejo entre comillas las palabras textuales. La versión castellana es de la llamada Biblia de Jerusalén.

He indicado también algunas composisiones musicales que se pueden oír mientras se leen estas historias, así como cuadros y grabados de los miles que durante siglos han ilustrado las historias bíblicas. Y algunas de las principales obras literarias.

Rafael Gómez Pérez (de la Introducción)

 

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