
Diario de un cura rural es, para mí, la obra más significativa de la Novela Cristiana. Creo que este libro de Georges Bernanos aglutina los principales rasgos del género y lo hace de forma equilibrada, desarrollada y magistral. Otras novelas recogen algunos de estos elementos, incluso algunas desarrollan algunos de ellos más extensamente, pero ninguna lo hace ‒siempre según mi entender‒ de forma tan equilibrada y armónica, lo que convierte a esta novela en referencia y paradigma de este género.
Voy a intentar enumerar esas características fundamentales que para mí definen el género de Novela Cristiana, en su concepto moderno, y que aparecen claramente en esta obra:
El santo no ejemplar
La primera característica es que aparece el santo no ejemplar como protagonista. En contraste con las hagiografías clásicas, resalta los defectos y limitaciones de la persona tocada por la gracia. No nos encontramos con vidas ejemplares, sino con vidas llenas de defectos, limitaciones físicas y psicológicas, incluso con heridas graves en su comportamiento. Tanto el protagonista, el cura de Ambricourt, tímido, débil físicamente, lleno de complejos y de miedos, como su amigo el cura de Torcy, su principal confidente, orgulloso, brusco, lleno de contradicciones, ambos están repletos de defectos, cada uno a su estilo, pero claramente ninguno de ellos es ejemplar. Son todo menos ejemplares. Pero los sufrimientos por estas mismas limitaciones les acercan especialmente a los demás. Varias veces, en el relato se hace referencia a los monjes como seres ejemplares, pero “Los monjes sufren por las almas. Nosotros, en cambio sufrimos con ellas”. El protagonista, tras una crisis de angustia, escribe en su diario:
“Los santos han conocido estos desfallecimientos… Pero no esta sorda rebelión, este áspero silencio del alma, casi odio…”
Los personajes defienden con su testimonio que “la santidad no es sublime”, es la obra ilimitada de Dios en una persona llena de limitaciones.
‒”Trabaja ‒me dijo‒, haz pequeñas cosas un día tras otro. Recuerda al escolar inclinado sobre su cuaderno, que saca la lengua al escribir. Así desea Dios vernos, cuando nos abandona a nuestras propias fuerzas.”
Además, esos mismos defectos les incapacitan para atribuirse mérito alguno. Todo lo bueno ocurre aparentemente a pesar suyo, o por su culpa, porque no se reconoce como algo deseable.
Lucha con Dios y con el demonio
La segunda característica es que el protagonista lucha con Dios, porque su conciencia se contrasta con sus pecados y provoca una batalla interior, entre los que Dios quiere y lo que él se siente capaz. El cura de Torcy, que vivía en una aparente riqueza, se alza con pasión en defensa de la pobreza evangélica. El protagonista comenta:
“En realidad era consigo mismo, contra una parte de sí mismo cien veces vencida y siempre rebelde, contra quien se alzaba, con toda su estatura, con toda su fuerza, como un hombre que combate por su vida.”
El protagonista explica a un rebelde legionario algo que él ha experimentado a lo largo del relato:
‒”No es tan malo enfrentarse con Dios ‒le dije‒. Eso obliga al hombre a emplear a fondo la esperanza, toda la esperanza de que es capaz…“
Y también lucha con el demonio, que se hace fuerte en los demás, y que él debe combatir como un médico lucha contra la enfermedad de sus pacientes. El protagonista dice a una de sus feligresas:
“No apruebo nada, sólo intento comprenderla. Un sacerdote, igual que un médico, no tiene que huir ante las llagas, el pus, la enfermedad… Todas las heridas del alma supuran horriblemente, señora.”
No lucha contra los demás, sino por los demás, para salvarles del infierno: “El infierno, señora, es haber dejado de amar”. Convirtiendo muchos de sus actos en batallas decisivas, como la conversación con la condesa, que es el punto de apoyo de todo el relato:
“¿Cómo hubiera podido adivinar entonces … que nos habíamos enfrentado ambos en el extremo límite de este mundo visible, en el borde mismo del abismo?”
Voluntad reformista
Una tercera característica es la voluntad reformista que se enhebra en la intención de los protagonistas. Con deseos de reformar la Iglesia, con una clara crítica a los que se preocupan más por la apariencia y el status quo, que se dejan llevar por cierta pereza ante la moción de Dios que quiere actuar:
“Pues existe una pereza sobrenatural, que llega con la edad, la experiencia y las decepciones. ¡Ah! ¡Los viejos sacerdotes son duros! La última de las imprudencias es la prudencia, cuando nos prepara suavemente a prescindir de Dios.”
El deán de Blangermont, uno de esos “viejos sacerdotes”, más ocupados por conservar el estado de las cosas que por trabajar en la viña del Señor, dice al protagonista:
‒”… Se necesita sin duda muy poca cosa para hacer de ti un intelectual, es decir, un rebelde, un censor sistemático de las superioridades sociales que no están fundadas en el espíritu. ¡Dios nos libre de los reformadores!
‒Sin embargo, señor deán, muchos santos fueron reformadores.
‒¡Dios nos libre también de los santos!…”
Y también con deseos de reformar la sociedad, tomando partido por los pobres. Pero no solo por la necesidad de los pobres, sino por la necesidad de todos de valorar la pobreza.
“… la Iglesia tiene encomendada la custodia del pobre. Es lo más fácil. Todo hombre compasivo comparte con ella esa protección. En cambio, está sola ‒me entiendes‒ sola, absolutamente sola, en la guarda del honor de la pobreza.”
El libro también contiene una condena la avaricia del comercio, cuando no respeta las reglas contra la usura:
“…se necesitarán siglos, acaso, para alumbrar esas conciencias, destruir el prejuicio de que el comercio es una especie de guerra y que tiene los mismos privilegios y las mismas tolerancias que la otra.”
Pero, continuamente, lleva la injusticia social a un plano sobrenatural, porque es el reflejo de la injusticia en otro orden, porque la lucha verdadera no es contra los hombres, es contra el Señor de los Abismos:
“¿Cómo dar al Pobre, heredero legítimo de Dios, un reino que no es de este mundo? La Iglesia está a la búsqueda del Pobre y le llama por todos los caminos de la tierra. Y el Pobre está siempre en el mismo sitio, en la extremidad de la cima vertiginosa cara al Señor de los Abismos, que le repite incansablemente desde hace veinte siglos con voz de Ángel, con su voz sublime y prodigiosa: «Todo esto será tuyo si, prosternado, me adoras…»
Y la verdadera riqueza es la santidad:
“Existen los Santos. Llamo Santos a todos los que han recibido más que el resto. (…) Un rico a los ojos de la Iglesia es un protector del pobre, su hermano mayor. (…) Si un millonario quiebra, millares de personas se quedan en el arroyo. Así podemos imaginarnos lo que ocurre en el mundo invisible cuando da un traspiés uno de esos ricos de los que antes he hablado, un administrador de la gracia de Dios.”
La comunión de los santos
Esto nos lleva a la cuarta característica de toda Novela Católica, que es la defensa de la comunión de los santos, porque esta visión sobrenatural nos descubre una nueva solidaridad que nos une, en el bien y en el mal, con una intensidad conmovedora como revela la conversación del protagonista con la condesa:
“Pero nuestras faltas ocultas envenenan el aire que otros respiran y el crimen del que un miserable tiene el germen, aun a su pesar, no germinaría nunca sin este principio de corrupción.
‒Todo eso son locuras, grandes locuras: sueños malsanos…
Estaba lívida, Prosiguió:
‒Si pensáramos en todas esas cosas, tendríamos que dejar de vivir.
‒Así lo creo, señora condesa. Creo que si Dios nos diera una idea clara de la solidaridad que nos liga unos a otros, en el bien y en el mal, dejaríamos, efectivamente, de vivir.”
Un diálogo que no deja de estremecernos.
Nuestra recomendación es clara para los amantes de este género, esta novela es imprescindible, y Bernanos es un maestro.