C.S. Lewis

Una pena en observación no es una novela, ni un libro apologético, es un testimonio del estupor ante la muerte de un ser querido. C.S. Lewis intenta comprender su terrible dolor por la muerte de su esposa, somete su pena a una observación intelectual, porque es donde él se siente cómodo –es un pensador–, aunque todas sus teorías intelectuales se tambalean ante tal experiencia.

Hay que entender los acontecimientos vitales del autor para contextualizar el libro. C.S. Lewis era un profesor de Oxford, un intelectual inglés muy de su época (mediados del siglo XX), polemista, lingüista, solterón entregado a su tarea intelectual, experto en literatura medieval y apologista cristiano. Se convirtió al cristianismo después de una juventud atea. Anglicano convencido, muy amigo de J.R.R. Tolkien, reflejó en sus novelas y ensayos sus profundas convicciones religiosas. Siendo ya cincuentón, una admiradora americana establece una amistad epistolar con él. Ella, Helen Joy Davidman, también escritora, divorciada, conversa al cristianismo y madre de dos niños, quiere establecerse en Inglaterra y editar allí un nuevo libro, pero le niegan el visado. Él decide ayudarla a través de una boda civil que le permita permanecer en el país, pero no fue hasta que ella fue diagnosticada de un grave cáncer de huesos cuando Lewis se da cuenta de que está realmente enamorado de ella y le pide que se case con él de verdad, por la Iglesia y por amor. La enfermedad remitió durante un periodo y disfrutaron de un amor intenso, hasta el agravamiento de Helen y su fallecimiento tres años después. Lewis tenía 62 años, ella quince años menos.

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Tras la muerte de su esposa, Lewis se enfrenta a una crisis profunda y decide testimoniar su dolor en unos cuadernos que conforman los capítulos de Una pena en observación.

Lewis intenta explicar su dolor. Como los razonamientos se quedan cortos emplea un lenguaje lleno de analogías y de poesía. Por ejemplo, explicando como a veces el dolor remitía acompañado de una sensación de normalidad, como que no todo es el amor en la vida y las actividades habituales siguen su curso, concluye con una descripción llena de energía poética: «Luego sobreviene una repentina cuchillada de memoria al rojo vivo y todo ese “sentido común” se desvanece como una hormiga en la boca de un horno».

Describe el dolor como un miedo y como una desidia que le impiden dejar de sufrir. Se pregunta repetidamente dónde se ha metido Dios, ahora que él más lo necesita solo experimenta su ausencia y su silencio. Y duda de la identidad del Dios en el que creía: «Nunca sabe uno hasta qué punto cree en algo, mientras su verdad o su falsedad no se convierten en un asunto de vida o muerte». No duda de la existencia de Dios, sino de su bondad, convirtiéndole en un Sádico del Cosmos que disfruta con nuestro sufrimiento.

Luego su discurso toma otro tono, se da cuenta de que está siendo arrastrado por una ola de sentimientos irracionales: «Sentimientos, sentimientos, sentimientos. Vamos a ver si en vez de tanto sentir puedo pensar un poco». Y empieza a identificar sus sensaciones: «Toda esa mandanga del Sádico del Cosmos no era tanto la expresión de un pensamiento como de un odio. Sacaba con ello la única compensación que puede esperar un hombre atormentado: el derecho al pataleo».

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Su atención deja de estar obsesionada en sus propios sentimientos y se gira hacia ella, su angustia y su purificación. Su proceso ante la misericordia: «¿Qué quiere decir la gente cuando afirma: “Yo a Dios no le tengo miedo porque sé que es bueno”? ¿Han ido al dentista alguna vez?»

Según el estupor va remitiendo, la actitud de Lewis va cambiando, aunque persistan oleadas de profunda tristeza: «Mirando hacia atrás me doy cuenta de que hasta hace muy poco estaba totalmente obsesionado por el recuerdo de H. … desde que he dejado de preocuparme, parece como si ella me saliera al encuentro por doquier». «Cuando menos la lloro, más cerca me parece sentirla».

En el último capítulo Lewis confiesa que inicialmente pensaba escribir como un mapa de la tristeza, pero ha descubierto que la tristeza requiere una historia: «La pena es como un valle dilatado y sinuoso, que a cada curva puede revelar un paisaje totalmente nuevo».

El amor se vuelve más personal, más puro: «Amarla a ella se ha convertido, dentro de ciertos límites, como amar a Dios. En los dos casos tengo que hacer que el amor abra sus brazos y sus manos a la realidad … No mi noción de Dios, sino Dios. No mi noción de H., sino H.». Y termina testimoniando la experiencia de esta cercanía: «Se produjo una suprema y jubilosa intimidad. Una intimidad que no se habría abierto camino ni a través de los sentidos ni a través de las emociones».

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El autor de las Crónicas de Narnia, de la Trilogía Cósmica, de las Cartas del Diablo a su Sobrino o de Dios en el Banquillo, no nos ofrece aquí relatos fantásticos ni argumentos de la razonabilidad de la fe, nos ofrece su dramático testimonio ante la muerte de la que era carne de su carne y sangre de su sangre. C.S. Lewis murió tres años después.


PD: Para quien no le guste tanto leer puede acercarse a este texto a través de la película de Richard Attenborough Tierras de penumbra. Una película muy hermosa pero con algunos errores biográficos y que adolece de falta del sentido transcendente y de fe en la eternidad que sí contiene el libro de Lewis.