La fascinación de la abominación

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Josehp Conrad (1857-1924), marino y escritor, publicó “El corazón de las tinieblas” en 1902, reflejando en el argumento no pocas experiencias personales de su vida marinera. Sin embargo, la calidad de este breve relato no está en los detalles de marinería, sino en un lenguaje cautivador y envolvente, un argumento desarrollado con plena tensión drámatica y un mensaje profundo que toca y conmueve el corazón del lector.

Antes de leer “El corazón de las tinieblas”, uno puede pensar que la civilización es un fruto del hombre occidental, y allí donde vaya, sea como explorador, conquistador o comerciante, la civilización se proyectará a su paso como su sombra. Sin embargo, el testimonio de Conrad nos muestra una perspectiva distinta: el hombre occidental es fruto de su civilización, y si se le aparta de ella corre el peligro de convertirse en el peor de los salvajes.

Marlow, el protagonista del relato, descubre en la selva una fuerza brutal en la que “la tierra parecía algo no terrenal. Estamos acostumbrados a verla bajo la forma encadenada de un monstruo dominado, pero allí, allí podías ver algo monstruoso y libre. No era terrenal, y los hombres eran… No, no eran inhumanos. Bueno, sabéis, eso era lo peor de todo: esa sospecha de que no fueran inhumanos”. Este es el punto en que el lector se siente profundamente interpelado, cuando Marlow escucha las danzas alocadas de los indígenas: “lo que estremecía era pensar en su humanidad (como la de uno mismo), pensar en el remoto parentesco de uno con ese salvaje y apasionado alboroto”.

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Kurtz, el segundo personaje sobre el que se apoya la novela, es un agente comercial que, perdido en la soledad de la selva buscando marfil, ha sucumbido a “la fascinación de lo abominable”. La selva “le había susurrado cosas acerca de sí mismo que desconocía, cosas de las que no tenía idea hasta que no oyó el consejo de esa enorme soledad; y el susurro había resultado irresistiblemente fascinante. Resonó fuertemente dentro de él porque su corazón estaba hueco”.

Quizá los teólogos tendrían que buscar en “El corazón de las tinieblas” argumentos para reformular las raíces de la concupisciencia. Ésta es la historia de los hombres que, ante la experiencia de la soledad, se lanzan por el precipicio de la abominación presas de su propio vértigo. Lo más inquietante es, quizá, que nuestro estilo de vida es, cada vez más, una fábrica de solitarios. Marlow dice sobre Kurtz: “su alma estaba loca. Al encontrarse sola en la selva había mirado dentro de sí misma y, ¡santo cielo!, os lo aseguro, se había vuelto loca”.

Kurtz grita, en un grito que a la vez es un susurro: “¡El horror! ¡El horror!” Ese es el resumen de su experiencia, un horror que le espanta y que al mismo tiempo le atrae con una fuerza incontenible. La visión de la realidad humana en el espejo de la soledad, resulta repugnante e insoportable. El autor, en un tono derrotista, da a entender que sólo la civilización, en lo que tiene de artificio, nos salva de este callejón sin salida. Marlow, por una parte, admira a Kurtz, por su valor al enfrentarse a su propia miseria, pero por otro lado, sus conclusiones le aterran. Decide destacar lo admirable de su memoria, olvidando los aspectos más despreciables. Así cobra sentido la escena final del libro. El propio protagonista la describe como: “Al final conjuré el fantasma de su talento con una mentira”.

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“El corazón de las tinieblas”, escrita en los albores del siglo XX, tuvo una gran influencia en la literatura posterior. Sin duda, el hombre que tuvo (y tiene) la experiencia (como víctima y como autor) de los grandes horrores del siglo pasado (las muertes masivas de la I Guerra Mundial, los campos de concentración, el Gulag, las bombas atómicas, el exterminio fraticida de Camboya, etc, etc, etc) se ve claramente reflejado en la dramática experiencia de este libro.

Una reflexión interesante, que queda pendiente tras su lectura, es si sus conclusiones son acertadas y el artificio civilizador es lo bastante fuerte como para contener el atractivo del horror. Decía Baudelaire que “la civilización verdadera (…) no está en el gas, ni en el vapor, (…) sino en la disminución de la huella del pecado original”. Creo que vale la pena, en un mundo deslumbrado por los prodigios de la técnica, perder algo de tiempo pensando sobre esto, y valorar adecuadamente el progreso de nuestra civilización.