La experiencia de la fe sencilla
Lo primero que se va a encontrar el lector es con un relato espléndidamente escrito. La habilidad de la autora para introducirnos en el alma del protagonista, su manejo del lenguaje, de los tiempos de la historia, del nivel progresivo de las confidencias… todo esto hace que este libro sea una experiencia deliciosa de lectura.
La historia se desarrolla en torno a un anciano pastor metodista que dirige una comunidad en un perdido pueblo en Iowa (Estados Unidos). El protagonista siente cercana la hora de su muerte y escribe una larga carta a su hijo de siete años para que pueda leerla cuando sea mayor y él ya no esté.
La sencillez y profundidad de la fe del reverendo se van descubriendo a lo largo de las experiencias pasadas que va recordando y los hechos diarios que ocurren mientras va escribiendo la carta. En la vivencia de los hechos cotidianos se va fraguando la experiencia del amor de Dios y del pecado del ser humano, encarnándose en una vida sencilla y concreta.
Leida desde un punto de vista católico, como es mi caso, la obra adquiere una interesante perspectiva, quizá lejos de la intención de la autora pero que considero que puede ser muy valiosa. Me refiero a su valor como instrumento de un diálogo ecuménico. Muchas veces el diálogo entre confesiones cristianas se plantea desde el intercambio de posiciones doctrinales y teológicas, sin embargo este libro nos ofrece la oportunidad de dialogar sobre la experiencia religiosa de un alma sencilla, que nos hará sentirnos más hermanos y avivar el deseo de unidad.
La experiencia del protagonista presenta indudables analogías, por un lado, y discrepancias, por otro, con lo que podría haber sido una situación similar vivida por un sacerdote católico. Cuestiones como los sacramentos, el celibato, la autoridad… serían claramente muy diferentes, sin embargo, creo que forman más parte del decorado que del meollo de la historia. El punto sobre el que pivota el núcleo de la historia es la vida interior, la oración, la acción de la gracia y la libertad del ser humano. Entre muchos puntos en común parece que surge realmente una discrepancia: el tema de la predestinación.
El protagonista tiene experiencia de lo que es el perdón: “(…) ser perdonado constituye solo la mitad del don. La otra mitad es que también nosotros podemos perdonar, restituir y liberar y, por tanto, sentir la voluntad de Dios obrar a través de nosotros, lo cual constituye la gran restitución de nosotros a nosotros mismos“, sin embargo queda sin respuesta clara sobre el tema de la predestinación cuando le preguntan “¿Hay personas que, simplemente, nacen malas, llevan una mala vida y, al final, van al infierno?“, y finalmente su interlocutor concluye “Entonces la gente no cambia“. Su esposa, con una inteligencia mucho más intuitiva lo resuelve mejor: “Una persona puede cambiar. Todo puede cambiar“. El protagonista parece finalmente sumarse a esta tesis con su bendición final.
Vale la pena apuntar aquí que la doctrina católica reconoce la predestinación positiva: Dios elige a alguien para una misión y le prepara de forma especial para ella, el caso más relevante y clarificador es la Virgen María; sin embargo no acepta la predestinación negativa, porque todos los seres humanos están llamados a la salvación. Es llamativo que la vivencia de los protagonistas sobre el punto de mayor discrepancia se convierte a su vez en un punto de encuentro. A esto me refiero con el valor de esta historia como instrumento de diálogo, como si dos hermanos regañados descubrieran de pronto un gesto familiar que los une.
Marilyne Robinson fue galardonada, entre otros, con el National Book Critic Circles Award en 2004, el premio Pulitzer en 2005, y en 2010 fue elegida miembro de la American Academy of Arts and Sciences.