El duro camino de la libertad
Carmen Laforet (1921-2003) alcanzó la fama al ganar la primera edición del premio Nadal en 1944, con sólo 23 años, con la novela “Nada”, convirtiéndose en una gran promesa de la literatura española. Tras la publicación de varios libros de éxito, abandona la literatura y desaparece de la vida pública, frustrando una prometedora trayectoria literaria.
La protagonista de “Nada”, Andrea, con dieciocho años, llega a Barcelona con sueños de libertad, para estudiar en la Universidad. Durante el viaje nocturno va avivando su deseo de plenitud en su nueva vida universitaria, “me parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche”.
Sin embargo, le esperan sus familiares en la casa de la calle Aribau. Según va subiendo las escaleras, sus sueños empiezan a desvanecerse. “Todo empezaba a ser extraño a mi imaginación”. Sus esperanzas se apagan al cruzar el umbral de aquella casa, “luego me pareció todo una pesadilla”.
Andrea encuentra en la casa de sus tíos un ambiente asfixiante, una tela de araña tejida de odios, resentimientos, celos y envidias. Ella lucha desesperadamente para zafarse de la opresión de ese ambiente, aunque su rebeldía le obligue a cargar con todo tipo de sufrimientos: “Me di cuenta de que podía soportarlo todo: el frío que calaba mis ropas gastadas, la tristeza de mi absoluta miseria, el sordo horror de aquella casa sucia. Todo menos su autoridad sobre mí”.
Según avanza el curso, Andrea se encuentra entre dos mundos, el del ambiente opresivo de su casa y el de la camaradería de sus amigos de la universidad. “Me juré que no mezclaría aquellos dos mundos que se empezaban a destacar tan claramente en mi vida: el de mis amistades de estudiante con su fácil cordialidad y el sucio y poco acogedor de mi casa”. Pero esos dos mundos se ponen en contacto y Andrea no puede hacer nada por evitarlo. Su casa, sus amigos y sus deseos de libertad entran en conflicto. Ella elige siempre por la opción de preservar su libertad, aunque le lleve a grandes sufrimientos y a una profunda soledad. Esperando que algún día ese sacrificio se convirtiera en gozo.
“Me acordaba de un sueño que se había repetido muchas veces en mi infancia (…). Dormida, yo me veía corriendo, tropezando, y al golpe sentía que algo se desprendía de mí, como un vestido o una crisálida que se rompe y cae arrugada a los pies. Veía los ojos asombrados de las gentes. Al correr al espejo, contemplaba, temblorosa de emoción, mi transformación asombrosa en una rubia princesa —precisamente rubia, como describían los cuentos—, inmediatamente dotada, por gracia de la belleza, con los atributos de dulzura, encanto y bondad, y el maravilloso de esparcir generosamente mis sonrisas…
(…)«Tal vez —pensaba yo un poco ruborizada—, ha llegado hoy ese día.»”
Pero cada día estaba lleno de amargura. Pasaba el tiempo y, a pesar de las cosas que ocurrían, ella iba quedando como al margen de todo acontecimiento: “Me parecía que de nada vale correr si siempre ha de irse por el mismo camino, cerrado, de nuestra personalidad. Unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros para mirar la vida. Yo tenía un pequeño y ruin papel de espectadora. Imposible salirme de él. Imposible libertarme. Una tremenda congoja fue para mí lo único real en aquellos momentos”.
La sucesión de los acontecimientos y el desenlace inesperado de la historia permite finalmente a Andrea abandonar a sus familiares y dar un nuevo rumbo a su vida. A pesar de todo el sufrimiento de esos meses, al despedirse de ellos, descubre sus sentimientos. Al despedirse de Gloria, la mujer de su tío: “La abracé, y, cosa extraña, sentí que la quería. Luego la vi marcharse”
Al abandonar la casa familiar: “Bajé las escaleras, despacio. Sentía una viva emoción. Recordaba la terrible esperanza, el anhelo de vida con que las había subido por primera vez. Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la calle de Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces.”
Es entonces, al final de la historia, cuando se entiende el misterioso título del libro: No me llevaba nada. Nada. Con esa coletilla que cambia radicalmente el sentido de la afirmación, llenándolo de sugerencias: Al menos, así creía yo entonces.
Ese aparente NADA, o como dice en otro momento del libro: “¡Cuántos días sin importancia!”, “¡Cuántos días inútiles!”, es (y aquí entramos en el campo de la interpretación) el camino de la libertad interior. El deseo de la vida en plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor, escapan de las manos de Andrea en ese instante, pero esa frase deja entender que, gracias a este camino de NADA, Andrea fue capaz de alcanzar su anhelado destino.
Así apunta también el epígrafe con el que comienza la obra, un fragmento de un poema de Juan Ramón Jiménez:
A veces un gusto amargo
un olor malo, una rara
luz, un tono desacorde,
un contacto de desgana,
como realidades fijas
nuestros sentidos alcanzan
y nos parecen que son
la verdad no sospechada…
La experiencia amarga puede no ser más que una apariencia que engaña a nuestros sentidos, haciéndose pasar como una realidad fija, pero que no es más que una fase de otra realidad viva, que se transforma en gozo.
Esta historia no deja de recordar, de alguna manera, el camino que dibujó San Juan de la Cruz para llegar a la cima del Monte Carmelo: Nada, nada, nada, y aún en el monte, nada. Porque no hay otro camino posible.